domingo, agosto 15, 2010

Y si fuera posible... !Ah, la Verdad en la historiográfía...!

La Literatura no deja de sorprenderme. Leyendo uno de los relatos de Edgar Allan Poe (1809-1849), Conversación con una momia (1845), me encontré con una interesante "fantasía historiográfica". Un grupo de científicos americanos se embarcan en la difícil tarea de desenvolver una momia, costumbre muy decimonónica, dispuestos a desentrañar los misterios del Antiguo Egipto, lo que se van a encontrar es algo radicalmente diferente, que acabará por convertirse en una extraña conversación sobre el sentido de la vida y el pasado de una civilización con un ser milenario. Al plantear a su nuevo "invitado" una serie de preguntas sobre la duración de la vida, la respuesta les lleva a una utopía histórica y a mostrar una descarnada crítica sobre una de las mayores fuentes de debate en la Historiografía universal, como es el caso de la Verdad en la Historia (algo que ya hemos mencionado alguna vez). La escena es la siguiente:

"-Con mucho gusto -repitió-. La duración usual de la vida humana en mi tiempo era de unos ochocientos años. Pocos hombres morían, a menos de sobrevenirles algún accidente extraordinario, antes de los seiscientos; pero la cifra anterior era considerada como el término natural. Luego de descubierto el principio del embalsamamiento, tal como lo he explicado antes, nuestros filósofos pensaron que sería posible satisfacer una muy laudable curiosidad, y a la vez contribuir grandemente a los intereses de la ciencia, si ese término natural era vivido en varias etapas. En el caso de la historia, sobre todo, la experiencia había demostrado que algo así resultaba indispensable.

Un historiador, por ejemplo, llegado a la edad de quinientos años, escribía un libro con muchísimo celo, y luego se hacía embalsamar cuidadosamente, dejando instrucciones a sus albaceas pro tempore, para que lo resucitaran transcurrido un cierto período -digamos quinientos o seiscientos años-. Al reanudar su vida, el sabio descubría invariablemente que su gran obra se había convertido en una especie de libreta de notas reunidas al azar, algo así como una palestra literaria de todas las conjeturas antagónicas, los enigmas y las pendencias personales de un ejército de exasperados comentadores.

Aquellas conjeturas, etc., que recibían el nombre de notas o enmiendas, habían tapado, deformado y agobiado de tal manera el texto, que el autor se veía precisado a encender una linterna para buscar su propio libro. Una vez descubierto, no compensaba nunca el trabajo de haberlo buscado.

Luego de escribirlo íntegramente de nuevo, el historiador consideraba su deber ponerse a corregir de inmediato, con su conocimiento y experiencias personales, las tradiciones corrientes sobre la época en que había vivido anteriormente. Y así, ese proceso de nueva redacción y de rectificación personal, cumplido de tiempo en tiempo por diversos sabios, impedía que nuestra historia se convirtiera en una pura fábula.

-Perdóneme usted -dijo en este punto el doctor Ponnonner, apoyando suavemente la mano sobre el brazo del egipcio-. Perdóneme usted, señor, pero... ¿puedo interrumpirlo un instante?

-Ciertamente, señor -replicó el conde.

-Tan sólo una pregunta -continuó el doctor-.

Mencionó usted las correcciones personales del historiador a las tradiciones referentes a su propio tiempo. Dígame usted: ¿qué proporción de dichas tradiciones eran verdaderas?

-Pues bien, señor mío, los historiadores descubrían que las tales tradiciones se encontraban absolutamente a la par de las historias mismas antes de ser reescritas; vale decir que en ellas no había jamás, y bajo ninguna circunstancia, la menor palabra que no fuera total y radicalmente falsa."

Esa utopía, además de ser imposible (lo que es evidente), se hace imposible, no sólo por los términos en que se plantea, sino porque entra en juego el sentido común cuando nos interrogamos acerca de la vigencia de una corriente historiográfica, o de los contenidos de un determinado autor, pasados apenas una o dos décadas desde la publicación de sus planteamientos o de una de sus obras. Y aunque sería útil que el autor nos explicase las sombras que puedan quedar en su trabajo, el propio dinamismo de la Historia lo impide. Las transformaciones, que de un modo u otro, derivan de todo proceso histórico y la incapacidad para percibir a corto plazo la totalidad de las mismas son lo que motivan la existencia de diferentes puntos de vista y la necesidad de perspectiva en el historiador. Este supuesto revisionismo eliminaría la perspectiva del comentario, y pese a que el ejercicio reportaría algún beneficio al autor, con la distancia de los siglos y su propia experiencia, si éste ignorase los nuevos datos (porque los habría) únicamente estaría falsificando la Historia al marrar, es decir, al insistir en preservar como visión definitiva su hipótesis primitiva. Y es aquí donde entraría en juego la paradoja polémica de la Verdad en la Historia, que es la misma que la que plantean otros absolutos como son la Objetividad y la Globalidad, por lo que al acusar el singular personaje de Poe a los historiadores de fabuladores no hace otra cosa más que incidir en el debate que ya hace un más de un siglo se exponía desde las bases del positivismo. No deja de ser curioso que una ficción como la de este gran autor, en el momento más insospechado, nos permita reflexionar sobre el impacto y la evolución de algo tan complejamente bizantino como es el debate secular de la Historiografía.


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